Cultura Transversal

Reflexiones sobre el valor y funcionalidad del arte en una sociedad normal

Posted in Autores, Esaúl R. Álvarez, Sabiduría Universal by paginatransversal on 9 febrero, 2014

Gargouilles à PoitiersReflexiones sobre el valor y funcionalidad del arte en una sociedad normal (1), por Esaúl R. Álvarez – Lo que generalmente se consideran las grandes corrientes o etapas del arte universal son, cada una de ellas, expresión propia de una civilización única y particular. No cambia el arte sin que cambie la cultura y la sociedad que lo alimenta. Cada gran corriente artística corresponde a un modo único de ser-en-el-mundo. El arte constituye de este modo una herramienta privilegiada para conocer un pueblo, casi como una radiografía de su alma, al mostrarnos su modo particular de sentir y ver el mundo: es como un retrato de su mundo interior donde se nos muestran sus deseos y sus miedos. Es, como dijera Spengler, ‘alma hecha forma’.

Pero el arte cumple una función de ida y vuelta. No solo muestra la realidad interior de una sociedad sino que al mismo tiempo contribuye a crearla y a tomar conciencia de ella: el arte posee así una importancia fundamental en el desarrollo de la identidad de toda colectividad humana, descubriendo a esa colectividad quién es y cuál es su lugar en el mundo. Este papel no se produce exclusivamente sobre las colectividades, lo mismo puede decirse de su efecto sobre el individuo: a través del arte el individuo ordena su realidad particular y concreta, se reconoce, y también a partir de la experiencia artística el sujeto, de algún modo, se construye. Este hecho no pasó desapercibido a las culturas tradicionales, las cuales, en razón de esta influencia que el hecho artístico podía ejercer sobre el alma humana, otorgaron al arte un papel central en sus sociedades en tanto que transmisor de los principios en que se sustentaba dicha sociedad y de su realidad más profunda, un papel cuya importancia trascendía cualquier consideración estética.

En la sociedad tradicional, el arte, recordemos, rodeaba y envolvía los ritos y era el canal principal por el que se transmitían los mitos. Era, pues, una parte esencial en la formación y socialización del sujeto, con vistas a formar un individuo completo e integrado en su comunidad. En su comunidad y por ello mismo, en el cosmos entendido como la totalidad donde se desarrolla la existencia particular del hombre (2). El símbolo es el mejor modo de transmitir ciertos conocimientos no verbales y de grabarlos a un nivel mucho más profundo del que pudien alcanzar el lenguaje y el razonamiento discursivo, un nivel que va más allá de la mera acumulación de conocimientos. A este nivel la formación que supone el arte en el alma humana puede ser comparada a una programación pues lo que transmite no son tanto hechos concretos como las reglas y principios que subyacen a esos hechos (3).

Nos hemos referido a la decisiva influencia que el arte puede ejercer sobre el espectador, tratemos de explicar a continuación en qué consiste dicha influencia. Diremos en primer lugar que la duración de tal influencia va más allá del tiempo que pasamos en presencia de la obra, y su alcance es más profundo que el solo sentimiento o emoción que su contemplación atenta nos produce. La finalidad de la experiencia de la contemplación artística va dirigida a que la obra de arte nos conforme a su imagen –pues el alma toma la forma de aquello que contempla-.

En el acto de contemplar la obra de arte se establece una relación o diálogo sutil entre obra y espectador. Podemos considerar el acto de contemplación de la obra de arte como un modo –si bien un tanto especial- de comunicación que vincula al sujeto que contempla con el objeto artístico que es contemplado. Una comunicación paradójica en la que se invierten las referencias normales. De una parte, en el acto contemplativo, el sujeto, generalmente activo, deviene (en tanto que espectador) pasivo (4); en cambio la obra de arte, pasiva en cuanto objeto, toma una función activa. Por otra parte, esta función activa de la obra de arte supone la recreación especular del proceso de creación artística. Si al producirse la obra de arte el artista es la parte activa que, imitando al demiurgo, imprime orden al caos (5) dando forma a la obra, ahora la obra toma el lugar del artesano respecto del espectador e imprime en el alma de este su propio orden. Sabido es que el alma se alimenta de impresiones, y dichas impresiones van dejando su huella en la misma, dándola forma como el alfarero modela el barro.

Ahora bien, el símbolo tradicionalmente empleado para describir este fenómeno en que el alma deviene pasiva y toma la forma de lo que contempla es el simbolismo del agua, bajo la forma del lago (6), o también del espejo. Agua y espejo han sido siempre símbolos del mundo intermedio por su capacidad proteica para tomar las más variadas formas. El mundo intermedio es reconocido como el ámbito propio del alma humana –en una posición intermedia entre la tierra y el cielo-. Agua y aire por su parte, se han asociado tradicionalmente con el alma debido a sus cualidades análogas, en concreto el agua suele simbolizar el alma inferior y el aire la superior. Así, de modo semejante a como la superficie de un lago en perfecta calma refleja el cielo y el paisaje que hay a su alrededor, un alma en perfecta quietud tomará la forma de la imagen que contempla. Si esta imagen es armoniosa, el alma se armonizará, si la imagen no responde a lo que en términos platónicos podríamos llamar la Ley de la Belleza, el alma imitará por simpatía ese desorden, desequilibrio o como queramos llamarlo. De aquí la importancia que tuvo siempre el uso de un canon estricto en el arte tradicional, canon que, deducido de unos principios metafísicos y plasmado a través de la armonía y la proporción matemática en la obra de arte, tenía como propósito ordenar adecuadamente el alma del espectador, imprimirle una forma. De este modo el arte ejercía su papel demiúrgico sobre el sujeto.

Sin abandonar esta idea, tengamos presente que el arte tradicional no va dirigido a excitar el ánimo del espectador ni a moverle a la acción –como el anti-tradicional arte moderno-, sino por el contrario a producir quietud en él e invitarle a la contemplación pura, lo cual solo puede lograrse cuando el alma –a la manera del lago que poníamos anteriormente como ejemplo- se encuentra en perfecta calma. De este modo observamos la siguiente paradoja: en tanto el proceso creador del artista hace descender la obra de arte del mundo imaginal al mundo manifestado, la acción contemplativa sobre la obra de arte debe completar este camino de ida y vuelta –análogo a la escalera de Jacob- haciendo que el alma del espectador se eleve y retorne a los mundos superiores. Esto se logra precisamente mediante la armonización y pacificación del alma. Sin esta condición, la elevación del alma y contemplación por parte de ella de las realidades superiores es imposible. La obra de arte se convierte así en una Scala Paradisi cuya finalidad última es preparar el alma del espectador para la contemplación pura de las realidades últimas. La misión del arte no deja de tener algo de contradictorio pues supone un intento de, a través de las formas, conducir al hombre más allá de toda forma, o dicho de otro modo, a través de lo manifestado alcanzar lo inmanifestado. Es así como el arte se constituye en vía simbólica.

Más allá de las formas particulares que tome o de la transmisión de un mensaje concreto –que puede ser mítico, legendario e incluso histórico-, y salvando el efecto emocional más o menos subjetivo que produzca –que sería un nivel psicológico-, lo que supone el arte verdadero en tanto que experiencia dirigida al alma es más bien una adecuación, una ordenación de la misma. Esta ordenación (7) –si es que se trata de un arte realmente inspirado- es en realidad una propedéutica, en tanto que prepara y capacita a los hombres para entrar en contacto con las realidades superiores (8). Si hemos dicho que la influencia profunda de la obra de arte en el alma puede ser comparada a una programación, la obra de arte misma puede ser ahora comparada a una herramienta o incluso a una máquina (9) espiritual que ejerce su acción sobre el espectador. Así, la obra del arte prepara el alma del hombre de un modo análogo al del agricultor que prepara la tierra labrándola antes de ser sembrada con la semilla del espíritu (10). Digamos que preparar el alma es ante todo armonizar y reunir sus potencias, predisponiéndolas a escuchar el suave susurro del espíritu. El espíritu –símbolo del orden- es el mismo que ‘flotaba sobre las aguas’ -que simbolizan el caos informe- del Génesis. Ambos, espíritu y aguas primordiales, son aquí el equivalente de la materia (ὕλη) y forma (μορφή) aristotélicas. La materia es la substancia caótica, el alma humana, y la forma es ante todo el orden inscrito en la obra de arte, orden que se transmite por medio de la mirada atenta del alma.

Debido a este carácter preparatorio para la comunicación con instancias superiores del ser, el arte tradicional es comparable a la misión de los profetas, que preparaban al pueblo para lo que ‘había de venir’ con sus dos actitudes de anuncio y advertencia (11). Puede decirse entonces que el arte inspirado posee un valor profético como anuncio de las realidades espirituales de las que es heraldo y para cuya contemplación provechosa nos prepara. En efecto no es la obra de arte la realidad última sino, al modo de aquel que fuera Precursor, un anuncio de tal realidad, un aviso que nos dirige hacia ella (12).

Para acabar hay que señalar que el arte poseía aun otra importante función social que desempeñar: como consecuencia de esta capacidad para imprimir por simpatía un orden en el alma, el símbolo podía ser empleado para restituir el orden y el equilibrio perdidos. Esta cualidad, si es debidamente dirigida, dotaba al arte tradicional de un valor terapéutico: la capacidad de devolver la salud al alma enferma (13). Tal y como ya indicamos con anterioridad, aquí también tal virtud restauradora puede dirigirse al sujeto individual o a toda la colectividad. Así dicho valor terapéutico del arte –eminentemente mágico (14)– por el que era posible por una parte recuperar la armonía perdida del alma individual y restituir su semejanza con el orden cósmico, podía por otra parte ser empleado igualmente para el mantenimiento del equilibrio y el orden social a través de los ritos en que participa toda la comunidad. El rito es siempre un intento rectificador, regulador, por el que se trata de recuperar un orden perdido entre la comunidad y el orden mayor en que ésta se integra, es decir, el cosmos; solo que aquí la comunidad ocupa el lugar que antes ocupaba el individuo: la comunidad, que es una suerte de ‘sujeto colectivo’ del todo análogo al ‘sujeto individual’ busca recuperar su salud y equilibrio perdidos mediante el ritual común.

No cabe duda por tanto que el arte, a través de su potencia simbólica, cumplía un importante papel social en la formación, la cohesión y el mantenimiento del orden de las sociedades tradicionales. Papel social que la valoración moderna del arte está muy lejos siquiera de vislumbrar. Y es en base a estas razones de orden práctico que en toda sociedad los artistas han sido siempre muy bien valorados, cuando no protegidos, y considerados una élite intelectual que debía estar lo mejor cualificada posible para el desempeño de su labor, de cuya importancia por otra parte debían tener plena conciencia: la salud psicológica y la cohesión de su sociedad estaban en juego.

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Por último, pueden ser adecuadas unas palabras acerca del origen del arte desde la perspectiva tradicional. Debemos hacer notar que este origen no es diferente al del lenguaje mismo, en tanto que la potencia simbólica de ambos remite por entero al espíritu, que es su fuente común. Ambos son inevitablemente huella del espíritu en el mundo. A propósito de esto, se dice a menudo que la característica más reseñable de ambos –lenguaje y arte- es la función simbólica y representativa, pues bien, sin negar esto, entendamos que representar es volver a presentar algo, para lo cual es necesario que ese algo esté ausente, de ahí que toda representación implique siempre recuperar una presencia perdida, es decir, poner fin a una ausencia.

En la mítica Edad de Oro, mientras el hombre habitó el paraíso no tuvo necesidad de arte, pues contaba con la presencia viva y constante del espíritu. Es lo que el Génesis describe con la imagen de la presencia habitual de Dios en el paraíso, que cada tarde iba a pasear por el Jardín del Edén. La misma naturaleza brindaba al hombre esta presencia dichosa que luego habría de buscarse en el arte (15). Fue la existencia alejado del Paraíso lo que originó en el hombre la nostalgia por el Bien perdido, pues lo que había sido presencia y encuentro devino ausencia. Y es esta ausencia la que el arte intenta salvar, el arte brotó del corazón del hombre con el fin de reencontrar aquella presencia primordial y originaria acometiendo una suerte de des-olvido, la anamnesis platónica. Este volver a traer la presencia perdida pero nunca olvidada es el sentido último de la palabra re-presentar.

Por otra parte y abundando en esta idea, tenemos abundantes testimonios para considerar que en origen las artes no estaban separadas entre sí, como tampoco lo estaban la poesía y la música por ejemplo. En el orden del lenguaje poseemos el mito de la torre de Babel, según el cual las lenguas también se hallaban unificadas en origen y se separaron más tarde a medida que el descenso cíclico se acentuó. Lo mismo cabe decir de las castas: no había separación de castas en el origen y esta se produjo sólo como especificación y diferenciación a medida que el descenso cíclico y el alejamiento del origen se hicieron más notables (16). Existen razones por tanto para pensar que el caso de las artes fuera análogo: en origen existía una conciencia clara de que todas las expresiones del espíritu provenían de una misma fuente, poseían un idéntico valor teúrgico y podían ser empleadas como camino seguro de retorno hacia aquella fuente misma de la cual procedían. Poco a poco estas expresiones del alma humana que trataban de salvar la distancia cada vez mayor que separaba al hombre de su origen se fueron separando y diferenciando.

Estos argumentos encuentran confirmación en la realidad vital de los pueblos tradicionales, pues hay un ámbito en que se aúnan todos los magisterios y artes de una sociedad y se reúnen también todas las castas, como si de un retorno colectivo al origen se tratara –pues de eso precisamente se trata-, hablamos del ámbito ritual. Ya hemos dicho algo sobre ello anteriormente, tratemos de explicarlo en mayor detalle. En efecto, en el ritual la música, la imagen, la arquitectura, el gesto humano, y por supuesto la palabra, todos estos aspectos se unen y se conjugan en un fin común, que no es otro que el de restablecer el orden de la colectividad –que aquí ocupa el papel del microcosmos- a imagen y semejanza del orden cósmico mayor –macrocosmos- que la contiene y con el cual ha de estar armonizada, a riesgo de perder su lugar y función en el mundo, es decir su sentido. Devolver el orden y la armonía perdidos dijimos que era una de las funciones básicas del arte, pues bien, en el ritual el arte coopera de manera muy activa junto con las demás potencias humanas en reordenar y reequilibrar a toda la colectividad -y no solo a un individuo- como si de algo unificado se tratase. El ritual es de alguna manera, la ‘obra de arte total’ que tanto persiguiera Richard Wagner (17). El cumplimiento del ritual supone la integración funcional de toda la sociedad, incluyendo todos los saberes parciales y las potencialidades humanas de que esta sociedad dispone (18). Puede aventurarse que fue a partir del ritual como las artes, la música y la poesía nacieron, diferenciándose progresivamente entre sí a medida que se separaron del mismo, separación debida al incipiente proceso de secularización que hizo que se perdiese progresivamente la conciencia de que cada acto humano era sagrado en sí mismo y, por tanto, un ritual. Y dado que es en el corazón donde –según la enseñanza tradicional- se reúnen las potencias del individuo particular, el ritual colectivo viene a ser de algún modo como el corazón mismo de esa comunidad. Por eso no sorprende que el templo –donde se realizaban los rituales más importantes de una comunidad tradicional: por ejemplo los ritos que giraban en torno al nacimiento o la muerte de sus miembros- haya sido calificado siempre y en toda sociedad tradicional, de corazón del pueblo o villa en que se encontrara (19). Efectivamente lo era, y en un sentido mucho más real de lo que pudiera parecer, pues en dicho templo residía la esencia -sutil- de esa colectividad. Ciertamente una de las consecuencias del exacerbado desarrollo del sentimiento individualista que ha caracterizado la modernidad ha sido la disgregación precisamente de la comunidad en tanto que ente sutil (20).

Esto nos conduce a una reflexión final acerca de las condiciones de existencia particulares que marcan el presente descenso cíclico de la humanidad. En origen, los hombres, gracias a portar consigo esta presencia espiritual a que nos hemos referido eran por naturaleza nómadas, pues en cualquier parte se hallaban en su hogar, el mundo no les era extraño, sino al contrario era sentido como su casa. A medida que el descenso cíclico fue avanzando y con él el extrañamiento, la alienación, el hombre comenzó a sentir el mundo como algo ajeno y exterior, encerrándose cada vez más en sí mismo, buscando refugio en su egoidad (21). Debido a esta separación progresiva de la realidad el hombre se fue rodeando de sus propias creaciones que lo protegían de un mundo cada vez más incomprensible y lejano. Esto guarda relación muy directa con la acción transformadora del hombre sobre la naturaleza -que alcanza el grado de agresión con la modernidad- y la huella que deja el hombre a su paso: a medida que el descenso cíclico avanza el orden natural es, cada vez más, visto como un peligro, un orden enemigo enemigo del hombre en lugar de un orden divino, algo a combatir y a vencer. En efecto el hombre primordial no alteraba en nada el orden natural, por el contrario se incluía en él; en cambio el hombre del fin de los tiempos ve el orden natural como un desorden -y lo es desde el punto de vista de su ego– y por ello se ve impelido a alterarlo, transformarlo y humanizarlo cada vez más. En este sentido el paraíso original antes que un lugar geográfico era sobre todo un modo de relacionarse, de ser-en-el mundo, una actitud ante lo otro en general y hacia la naturaleza en particular.

Decir esto acerca del carácter nómada de los hombres primordiales es equivalente a decir que en los orígenes nadie era extranjero en ninguna parte. Siguiendo el presente ciclo hasta su expresión final, que será la imagen especular de como era al comienzo, podemos aventurar que dará lugar a un aparente retorno del momento inicial, pero no lo será más que en su apariencia exterior. Dicho de otro modo, el hombre del fin de los tiempos no dejará de moverse y de vagar por la superficie de la tierra, más lo hará sin ton ni son, no será ya un movimiento ordenado, orientado, en base a un centro sagrado y a unos ritmos cósmicos, como lo era el de los primeros hombres, sino que será un movimiento caótico y desordenado. Así, aparentemente y visto desde fuera, el hombre del fin podría ser tomado por un nómada un tanto excéntrico, pero mientras el hombre primordial en todas partes tenía un hogar aunque careciera de techo, el hombre de los últimos tiempos en ninguna parte encontrará un hogar, por largo que sea su vagar (22). El gusto moderno por los viajes parece anunciar ya este carácter de vagabundo, de expatriado, de extranjero en todas partes, del hombre final; es la inversión –lo que siempre implica algo de grotesca imitación y un cierto carácter infernal- de la libertad de movimientos de que gozaba el hombre primordial, para el cual el mundo era su hogar.

Y a medida que el ciclo toque a su fin, este carácter de imitación especular del orden primordial se mostrará inevitablemente en muchos más aspectos. El hombre primordial era como un niño en muchos sentidos y por ello se desenvolvía con una confianza y una intuición infantiles, sin necesidad de razonar, recapacitar y justificar todas sus acciones con elaboradas teorías racionalistas (23) que intentan ocultar sus crecientes temor e ignorancia. Por ello el hombre del origen tampoco padecía la obsesión tan propia de estos tiempos de registrar cada acontecimiento de su vida, sin duda este fenómeno ya indica una cierta consciencia de olvido y de temor al próximo final. A medida que pierde esa intuición originaria el hombre se fía cada vez menos de sí mismo de modo que busca mayor seguridad, sometiéndolo todo a debate consigo mismo, a elaboradas y penosas disquisiciones. Para compensar la pérdida de la intuición el hombre del fin de los tiempos posee la Tradición: para servirle de ayuda y guiarlo cuando carece ya por completo de intuición directa y no sabe distinguir lo correcto del error, lo bueno de lo malo, se registra y se transmite la tradición que es como una memoria oral y escrita que intenta, en tanto que memoria impedir el olvido, y en tanto que arquetipo suplir la pérdida de la facultad intuitiva que antaño el hombre poseía.

Hemos dicho que el hombre primordial en todas partes estaba en su casa –pues su casa era el mundo todo-. A medida que lo exterior se volvía extraño y peligroso el hombre se vio empujado a buscar refugio en la comunidad, donde encontraba un entorno protector formado por otros iguales a él. El ciclo sigue avanzando, y con él el egoísmo, que no es sino un solipsismo, y la competitividad como modo de relación entre los hombres: los otros son cada vez menos iguales, más extraños e incomprendidos, menos compañeros y más enemigos. Ya el hombre empieza a no reconocer su misma comunidad como entorno de seguridad sino como campo de conflictos, queda refugiarse en el entorno familiar, estructura que incluye, integra y sustenta al individuo. En un grado aun más profundo del descenso cíclico, a medida que el endurecimiento de los últimos tiempos se hace realidad, tampoco la familia ofrece ya refugio ni sentido, y solo el amor conyugal, el amor entre iguales, los únicos iguales en un mundo repleto de extraños y diferentes, puede servir ya como defensa, último baluarte al campo de batalla continua en que se ha convertido ahora el mundo para el hombre. Por último, llegados al final el ciclo, la distopía de Hobbes se hace dramática realidad: el hombre es un lobo para el hombre y también para todo el resto de la creación (24). En un horizonte tal tampoco habrá ya lugar para el amor, pues en la extrema soledad imperante el hombre en nada ni nadie puede confiar; solo en el fondo de su corazón podrá encontrar el hombre alguna protección y cierto alivio al acoso constante al que será sometido por el entorno exterior, y un leve recuerdo, una leve intuición, de lo que en origen fueron el mundo y la existencia. Desmoronado el mundo, solo en su corazón hallará refugio (25). Así se cierra el ciclo: los hombres no tendrán más remedio que aceptar que intentando dominar el mundo se han perdido a sí mismos. Lo que al principio era lo más exterior y evidente pasa a ser lo más oculto e interior, lo que una vez estuvo a la vista y al alcance de todos, la presencia gloriosa del espíritu vivo, pasa a ser lo más secreto y remoto, una presencia casi inalcanzable, casi irreconocible. Solo para renacer en el último momento y dar lugar a un nuevo e inevitable ciclo de manifestación.

Durante toda esta larga caída que es la historia humana -cuyo final está predicho y escrito- el arte habrá intentado ser una pequeña isla, un pequeño jardín, donde el hombre se vea por un momento libre del olvido, recuperando la memoria y la presencia perdidas, recordando quién es y de dónde viene, y recibiendo algún leve impulso que le ayude a reunir fuerzas (la virtud) y seguir adelante para atravesar el proceloso mar de la existencia.

(1)  Para las ideas que siguen nos inspiramos en la obra de los que consideramos son los autores que han rescatado el punto de vista tradicional sobre el arte: A. Coomaraswamy, T. Burckhardt y R. Guénon, principalmente, aunque hay algunos más; y en Oswald Spengler, autor que, si de reevaluar la modernidad se trata, creemos que debe ser recuperado.

(2) La palabra cosmos es aquí especialmente significativa pues sabido es que significa orden; es decir el hombre –sobre todo una vez pasaba a formar parte de la sociedad adulta-, quedaba inscrito no en un mundo caótico o azaroso, sino en un orden completo, donde todo tiene un sentido, un por qué y un valor, en este cosmos ningún fenómeno particular sobra o es por casualidad, sino que todas las cosas cooperan a su nivel en el orden cósmico total.

(3) Esta era en buena medida la función de los mitos.

(4) La actitud del espectador ante la obra de arte debe implicar un vaciarse de sí mismo –conocido en el ámbito místico como kenosis– que es lo que facilita la contemplación.

(5) Simbolizado en la materia prima con que se hace la obra artística (piedra, barro, pintura, etc.)

(6) A veces sustituido por la figura del estanque, el recipiente con agua e incluso la bola de cristal.

(7) Esto es, la capacidad de imprimir un orden al caos, lo que es un atributo esencialmente espiritual: ‘Enderezar lo torcido’ (a veces traducido como ‘desviado’), tal como se dice expresamente en el Himno Veni, Sancte Spiritus.

(8) Esta función de soporte o vehículo de la conciencia hacia los mundos superiores ha sido especialmente comprendida en oriente donde se ha desarrollado una enorme tradición alrededor de estos soportes de meditación que sirven de ayuda para alcanzar esa otra realidad, que sin esta herramienta de apoyo, y en razón del descenso cíclico de la humanidad, por las solas cualidades humanas sería casi imposible alcanzar.

(9) Este es uno de los sentidos de la palabra Yantra: mecanismo, máquina, instrumento o dispositivo (por el que uno llega a darse cuenta de o comprender algo). Recordemos que los Yantras son composiciones –de alto contenido geométrico- que cumplen la función de soportes de meditación, equivalentes en el hinduismo tántrico y el budismo de los iconos en la tradición cristiana.

(10) Parábola del sembrador (Mt. 13:1-8).

(11) En el fondo ambas palabras tienen sentidos análogos pues la palabra ‘advertencia’, como la palabra Adviento, hace referencia precisamente a lo que ha de venir.

(12) ‘No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz’. (Jn 1, 8).

(13) Citaremos únicamente las enseñanzas de Hildegarda de Bingen, muy explícitas a este respecto del uso terapéutico del arte.

(14) Valor mágico que el arte ha poseído en todas las culturas tradicionales. Además es posible apreciar cómo la consideración sagrada y mágica del arte –a la altura del rito y el mito- ha ido mermando a lo largo de la historia, véase por ejemplo la importancia mágica que se atribuía al arte en las primeras etapas de las civilizaciones egipcia y babilonia, o en las pinturas rupestres de Europa.

(15) La naturaleza contiene todavía en potencia la capacidad de brindar al hombre dicha presencia, pues sigue siendo un libro divino, es el ojo espiritual del hombre el que se ha oscurecido, tal como está dicho: ‘La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado. Pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo estará en tinieblas’. (Mt. 6, 22).

(16) No cabe pensar que aparecieran las castas si no se hallaban ya contenidas en potencia en los primeros hombres.

(17)Precisamente su última obra –Parsifal– posee un evidente contenido ritual.

(18) Se puede aventurar incluso que todos estos tipos humanos -del sacerdote al artista pasando por el guerrero-, cada cual portador de unas potencialidades o cualidades determinadas, estaban contenidos en potencia en la figura del chamán de los primeros tiempos, mezcla de médico, poeta, artista y sacerdote.

(19) Esta idea de reunión virtual de toda la colectividad es una de las razones fundamentales por las que todos los gremios de la ciudad medieval debían participar y estar presentes en alguna medida en la construcción de su catedral y dejaban su sello o su emblema en la misma.

(20) A veces se habla de la pérdida del ‘sentimiento de comunidad’, lo que se ha perdido es mucho más que un sentimiento, es la comunidad misma. Tal sentimiento, cuando existe, no señala otra cosa que la presencia de una realidad de orden sutil, realidad que va mucho más allá de lo que el hombre moderno imagina.

(21) Identificándose cada vez más con el espejismo del ego, se perdió de vista la verdadera identidad esencial. Este hecho podría guardar una analogía simbólica con el paso de las mitologías seculares solares a las lunares.

(22) Lo cual recuerda la maldición de Caín.

(23) El racionalismo es el mayor adversario de la intuición y, en general, de todo lo espiritual, como ya advirtiera R. Guénon.

(24) Vemos hasta qué punto la modernidad es una anormalidad y una inmoralidad al tratar de justificar su particular (des-)orden al convertir en el gran valor de su sociedad lo que no es sino una degradación fundamental de las relaciones humanas: la competitividad.

(25) «Porque Tú eres mi roca y mi fortaleza» (Sal. 31).

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