Cultura Transversal

Novedad editorial: «Cabalgar el tigre» de Julius Evola

Posted in Autores, Julius Evola, Libros, Publicaciones, Sabiduría Universal by paginatransversal on 13 julio, 2015

EVOLA CABALGAR EL TIGRE FIDESCabalgar el Tigre, de Julius Evola
1ª edición, Tarragona, 2015
21×15 cms., 320 págs.
Cubierta a todo color, con solapas y plastificada brillo.
PVP: 22 euros

Orientaciones

«Cabalgar el tigre no es una pirueta intelectual surgida de una imagina­ción genial, es el resultado de toda una vida. Un libro de madurez que culmina un estilo de vida regido por el “pensamiento tradicional”.
En este texto se pretende responder a una pregunta capital para todos aquellos que no se consideren identificados con la realidad que les ro­dea y se sienten ciudadanos de otra realidad, de otro mundo, del univer­so tradicional: ¿Cómo soportar las desintegraciones de la sociedad que les rodea? ¿Cómo utilizar esta crisis irreversible del mundo moderno en beneficio propio, siguiendo la máxima tradicional de convertir “el veneno en remedio”?
La “muerte de Dios”, la “beat generation”, el existencialismo, la música rock, las drogas, las corrientes seudo-espiritualistas, la disolución en el dominio del conocimiento, la sexualidad, la crisis de los valores de la burguesía y, finalmente, una meditación sobre el derecho de disponer de la propia vida, suponen un enfrentamiento con la realidad de un mundo que muere, ante el cual el “hombre tradicional”, adopta la mis­ma actitud que el protagonista del cuadro de Antón Dürer, El caballero, la muerte y el diablo, a saber: la impasibilidad«.

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Llaves: La escuela perennialista

LLAVES LA ESCUELA PERENNIALISTApor José Carlos Aguirre – Las sabidurías de la ebriedad atraviesan una buena parte de la cultura mediterránea y europea. La Grecia antigua y los cultos dionisiacos y mistéricos, la llamada manía platónica, la ebriedad sufí o los divinos furores del pensamiento renacentista son buen botón de muestra. Todas estas sabidurías de la ebriedad encuentran su quicio en el sesgo iniciático de esa ebriedad. Todas ellas se ordenan desde una determinada expansión del alma que abre la misma a planos de vida y de plenitud existencial que transcienden lo convencional y ordinariamente humano. Todas encontrarán su quicio en la copertenencia de contrarios –coincidentia opositorum-, en la toma de conciencia de la unidad de todo lo real y en cierta pervivencia de lo humano más allá de su propia particularidad. Estas tradiciones sapienciales entenderán la ebriedad como algo que transciende lo meramente extático de tal modo que sus bendiciones abrazaran no solo determinados estados sino la más estricta cotidianidad y la totalidad de lo humano. Advirtamos que, así considerada, la ebriedad vendría a entenderse como una expansión de la conciencia que ampararía un conocimiento más profundo de lo real.

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Brasil: IV Encontro nacional evoliano

Posted in Autores, Convocatorias, Julius Evola, Sabiduría Universal by paginatransversal on 3 septiembre, 2013

Vintila Horia: encuentro con los esotéricos (sic*) I

Posted in Autores, Frithjof Schuon, Julius Evola, René Guénon, Titus Burckhardt, Vintila Horia by paginatransversal on 7 diciembre, 2012

VINTILA HORIA

por Vintila Horia – Lo que hemos enfocado hasta ahora, a lo largo de las páginas pre­cedentes, todo este enorme material relacionado con PSI, puede ser dividido en dos partes distintas: una fenomenología perfectamente a nuestro alcance razonador y a los instrumentos o prótesis de nuestras técnicas de laboratorio, como la telepatía, la clarividencia, el aura al­rededor de los cuerpos, visibles a través de la cámara Kirlian, la sofrolo­gía, los fenómenos relacionados con la sinestesia o posibilidad de relacio­nar estímulos sensoriales distintos (los del oído con los visuales), et­cétera, y que pueden perfectamente formar parte del objeto de estudio de la parapsicología, o sea, de algo colocado al lado de la psicología, en situación de paralelismo epistemológico. Y otra fenomenología, mucho más sutil, a la que habría que conservar el nombre de metapsíquica, situada más allá de la posibilidad de aprehensión de los sentidos hu­manos y de los aparatos de laboratorio e incluso de la pura razón, y dentro de la que se encontraría la psicofonía, el espiritismo, la levita­ción y cualquier fenómeno relacionado con la telergia o influjo directo del espíritu sobre la materia, etc.

Vuelvo sobre esta necesaria disquisición no sólo porque la con­fusión metodológica creada últimamente dentro de la parapsicología, al mezclarse unos terrenos con otros, ha sido contraproducente en lo que al mismo prestigio de esta nueva ciencia se refiere, sino porque la di­ferenciación que hemos establecido nos permitirá comprender mejor la actitud enemistosa de los esotéricos ante cualquier manifestación meta­psíquica. El mismo acercamiento que aquí realizamos, el hecho de haber situado a los esotéricos dentro de un fenómeno general llamado PSI, es considerado herético por cualquiera de los practicantes de esta antigua disciplina. Sin embargo, ninguno de ellos se ha ocupado jamás de para­psicología, en el sentido que nosotros otorgamos a esta palabra, consi­derando todo fenómeno de este tipo como puro engaño de los sentidos. Es así como René Guénon, Julius Evola, Frithjof Schuon o Titus Burckhardt los más conocidos esotéricos de nuestro siglo, rechazan cualquier manifestación espiritista o la consideran de manera completamente dis­tinta a la de los parapsicólogos. Guénon ha dedicado todo un capítulo de su libro El error espiritista a la explicación del fenómeno, y sus con­sideraciones y conclusiones son más que severas. Se trata de un «error».

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La presencia de René Guénon en Mircea Eliade y Carl Schmitt

por Francisco García Bazán  (Universidad A.J.F. Kennedy-CONICET)

Al final de mi libro en colaboración René Guénon y la tradición viviente (1985), apuntaba algunos rasgos sobre la influencia de René Guénon en una diversidad de estudiosos contemporáneos. Allí escribí:

«El mundo de habla española, por su parte, se abre velozmente en los últimos decenios a la gravitación guenoniana. Hemos de reconocer que la Argentina, en este sentido, no sólo ha jugado un papel preponderante, sino que incluso fue oportunamente una verdadera precursora de este florecimiento del pensamiento de Guénon [en la geografía hispana]. (more…)

Cuando Evola y Eliade quisieron “hacer frente” espiritual

Posted in Historia, Julius Evola, Mircea Eliade, Sabiduría Universal by paginatransversal on 11 junio, 2012

TdE/Aquella entre Julius Evola y Mircea Eliade fue, como escribió hace muchos años Philippe Baillet, “una amistad mutilada”, o mejor fue una relación difícil: Es este el título de un ensayo escrito por Liviu Bordas, del Instituto de estudios del sudeste europeo de la Academia rumana de Bucarest, publicado en el nuevo número de Nuova Storia Contemporanea.

Un estudio rico en análisis e interrogaciones sobre el encuentro entre dos grandes estudiosos, basado en el hallazgo de 8 cartas inéditas del periodo 1952-1962 del italiano al rumano, descubiertas por Bordas entre los papeles de Mircea Eliade custodiados por la Universidad de Chicago, y que se unen a las 16 publicadas hace poco tiempo por la casa editorial Controcorrente (Julius Evola, Lettere a Mircea Eliade, 1930-1954).

Las relaciones entre Evola y Eliade fueron sobre todo epistolares y seguramente comprendieron muchas más misivas que aquellas de las hoy localizadas: en la inmediata posguerra, Evola buscó retomar los contactos con sus mayores conocimientos culturales, escribiéndoles desde que se encontraba en el hospital, en 1948-1949: a Carl Schmitt, René Guénon, Gottfried Benn, Ernst Jünger y diversas personalidades entre las cuales, se apunta Eliade. El fin ideal no era solo reanudar contactos personales, sino intentar reconstruir una especie de frente espiritual ante la nueva situación publicando en Italia la traducción de algunas de las obras de sus antiguos contactos. No todos comprendieron sus intenciones. (more…)

Rebelión contra el mundo moderno (Introducción)

Posted in Autores, Julius Evola, Sabiduría Universal by paginatransversal on 22 enero, 2012

JULIUS EVOLA

por Julius Evola – Hablar de la «decadencia de Occidente», del «peligro del materialismo», de la «crisis de la civilización» se ha convertido, desde hace un tiempo, en algo frecuente. A la misma tendencia corresponden ciertas ideas que se formulan en vistas de tal o cual «defensa» y algunas profecías lanzadas respecto al porvenir de Europa y del mundo.

En general, no hay en todo esto, más que diletantismo de «intelectuales» o de periodistas políticos. Sería muy fácil mostrar como a menudo, en este terreno, todo empieza y termina con el mero verbalismo; mostrar la falta de principios que lo caracteriza y cuantas cosas que convendría negar se encuentran, de hecho, afirmados por la mayor parte de los que quisieran reaccionar; mostrar, en fin, hasta que punto se ignora lo que se desea verdaderamente, y en qué medida se obedece a factores irracionales y a sugestiones oscuramente acogidas.

Si razonablemente no se puede atribuir el menor contenido positivo a manifestaciones de este tipo, éstas tienen al menos, el valor de un síntoma. Muestran como se remueven tierras que se creía sólidas y que ha pasado el tiempo de las perspectivas idílicas del «evolucionismo». Pero, al igual que la fuerza que impide a los sonámbulos ver el vacío a lo largo del cual caminan, un instinto de defensa inconsciente impide superar un punto determinado. Parece como si fuera posible «dudar» más allá de un cierto límite y las reacciones intelectualistas que acabamos de mencionar parecen haber sido, de alguna manera, concedidas al hombre moderno con el único fin de desviarlo del camino que conduce a esta total y terrible visión, donde el mundo actual no aparecería más que como un cuerpo privado de vida, rodando por una pendiente, donde pronto nada podrá detenerlo.

Existen enfermedades que se incuban durante mucho tiempo, pero de las que no se toma conciencia más que cuando su obra subterránea casi ha concluido. Otro tanto ocurre con la caída del hombre a lo largo de las vías de una civilización que glorificó como la civilización por excelencia. Es solamente hoy, cuando los modernos han llegado a experimentar el presentimiento de un destino sombrío que amenaza a Occidente ([1]); desde hace siglos algunas causas han actuado provocando tal estado espiritual y material de degeneración que la mayor parte de los hombres se encuentran privados, no solo de toda posibilidad de revuelta y retorno a la «normalidad» y a la salud, sino igualmente, y sobre todo, de toda posibilidad de comprender lo que esta «normalidad» y salud significan.

También, por sinceros que puedan ser las intenciones de algunos ‑entre ellos los que, en nuestros días, dan la señal de alarma e intentan aquí y allí «reacciones»‑ estos intentos no puede ser tomados en serio y no hay que hacerse ilusiones en cuanto a los resultados. No es fácil darse cuenta a qué profundidad es preciso cavar antes de alcanzar la raíz primera y única, cuyas prolongaciones naturales y necesarias son, no solo aquellas cuyo aspecto negativo es ahora patente, sino otras que incluso los espíritus más audaces no cesan de presuponer y admitir en su propia forma de pensar, sentir y vivir. Se «reacciona», ¿cómo podría ser de otra manera ante algunos aspectos extremos de la sociedad, la moral, la política y la cultura contemporáneas? Pero, precisamente, su carencia estriva en que no se trata más que de «reacciones», no de acciones, esto es movimientos positivos parten del interior y atestiguan la posesión de una base, de un principio, de un centro. En Occidente, se ha jugado durante demasiado tiempo con los acomodamientos y las «reacciones». La experiencia ha mostrado que esta vía no conduce al único fin que interesa verdaderamente. No se trata, en efecto, de revolverse sobre un lecho de agonía, sino de despertar y ponerse en pié.

Las cosas han llegado hasta tal punto que hay que preguntarse hoy quien sería capaz de asumir el mundo moderno, no en uno de sus aspectos particulares, sino en bloque, hasta percibir su sentido final. Este sería el único punto de partida.

Pero es preciso, para esto, salir del círculo fascinador. Es preciso saber concebir lo otro, crearse ojos y oídos nuevos para cosas convertidas, por su alejamiento, en invisibles y silenciosas. No es sino remontándonos a los significados y a las visiones anteriores a la aparición de las causas de las que deriva la civilización actual, como es posible disponer de una referencia absoluta, de una clave para la comprensión efectiva de todas las desviaciones modernas y preveer al mismo tiempo una defensa sólida, una línea de resistencia inquebrantable, para aquellos a los cuales, a pesar de todo, les será dado permanecer en pié. Y hoy, precisamente, solo cuenta el trabajo de aquel que sabe mantenerse firme en sus principios, inaccesible a toda concesión, indiferente a las fiebres, a las convulsiones, a las supersticiones y a las prostituciones, al ritmo de las cuales danzan las últimas generaciones. Solo cuenta la resistencia silenciosa de un pequeño número, cuya presencia impasible de «convidados de piedra» sirve para crear nuevas relaciones, nuevas distancias y valores y permite constituir un polo que, si no impide ciertamente a este mundo de extraviados ser lo que es, transmitirá sin embargo a algunos la sensación de la verdad, sensación que será quizás también el principio de alguna crisis liberadora.

En el límite de las posibilidades de su autor, este libro pretende contribuir a esta obra. Su tesis fundamental es la idea de la naturaleza decadente del mundo moderno. Su fin es demostrar esta idea, haciendo referencia al espíritu de la civilización universal, sobre las ruinas de la cual ha surgido todo lo que es moderno: esto como base de cualquier otra posibilidad y como legitimación categórica de una revuelta, porque solo entonces aparecerá claro no solo aquello contra lo que se reacciona, sino también, y ante todo, aquello en nombre de lo cual se reacciona.

* * *

A título de introducción, diremos que nada parece más absurdo que esta idea de progreso que, con su corolario de la superioridad de la civilización moderna, se había creado coartadas «positivas» falsificando la historia, insinuando en los espíritus mitos deletéreos, proclamando su soberanía las encrucijadas de la ideología plebeya en donde, en última instancia, ha nacido. Es preciso haber descendido muy bajo para llegar a celebrar la apoteosis de la sabiduría cadavérica, único término aplicable a una sabiduría que no ve, en el hombre moderno, que es el último hombre, al viejo hombre, decrépito, vencido, al hombre crepuscular, sino que glorifica, por el contrario, en él al dominador, al justificador, el verdaderamente viviente. Es preciso, en todo caso, que los modernos hayan alcanzado un extraño estado de ceguera para haber pensado seriamente ser el patrón de toda medida y considerar su civilización como una civilización privilegiada, en función de la cual la historia del mundo era preordenada y fuera de la cual no se encontraría más que oscuridad, barbarie y superstición.

Es preciso reconocer que en presencia de las primeras sacudidas que han manifestado, incluso sobre el plano material, la destrucción interior de Occidente, la idea de la pluralidad de las civilizaciones, es decir, de la relatividad de la civilización moderna, no aparece, a los ojos de un cierto número de personas, más que como una extravagancia herética e impensable, contrariamente a lo que se consideraba no hace mucho. Pero esto no basta: es preciso saber reconocer, no solo que la civilización moderna podrá desaparecer, como tantas otras, sin dejar huellas, sino también que pertenece al tipo de aquellas cuya desaparición, al igual que su vida efímera en relación al orden de las «cosas‑que‑son», no tiene más que el valor de una mera contingencia. Más allá de un «relativismo de civilizaciones», se trata pues de reconocer un «dualismo de civilizaciones». Desarrollaremos las presentes consideraciones constantemente en torno a una oposición entre el mundo moderno y el mundo tradicional, entre el hombre moderno y el hombre tradicional, oposición que, aunque histórica, es ideal: a la vez morfológica y metafísica.

Sobre el plano histórico, es necesario advertir desde ahora al lector que nosotros emplearemos casi siempre las expresiones «mundo moderno» y «civilización moderna» en un sentido mucho más amplio y general que su sentido habitual. Las primeras formas de la decadencia, bajo su aspecto moderno, es decir antitradicional, empiezan, en efecto, a manifestarse de una forma tangible entre el siglo VIII y el VI antes de JC, tal como lo atestiguan de una forma esporádica, las primeras alteraciones características acaecidas en el curso de este período en las formas de vida social y espiritual de numerosos pueblos. Conviene pues, en muchos casos, hacer coincidir el principio de los tiempos modernos con lo que se llama tiempos históricos. Se estima generalmente, en efecto, que lo que se sitúa antes de la época mencionada cesa de constituir materia de la «historia», la leyenda y el mito se superponen y las investigaciones «positivas» se vuelven inciertas. Esto no impide que, según las enseñanzas tradicionales, esta época no haya acogido a su vez efectos de causas mucho más lejanas: no ha hecho más que preludiar la fase crítica de un ciclo aun más amplio, llamado en Oriente la Edad sombría; en el mundo clásico, «la edad de hierro» y en el mundo nórdico «la edad del lobo» ([2]). De todas formas, en el interior de los tiempos históricos y en el area occidental, la caida del Imperio Romano y el advenimiento del cristianismo marcan una segunda etapa, más aparente, de la transformación del mundo moderno. Una tercera fase, en fin, comienza con la decadencia del mundo feudo‑imperial de la Edad Media europea, y alcanza su momento decisivo con el humanismo y la reforma. De este período hasta nuestros días, fuerzas que actuaban aun de una forma aislada y subterránea han aparecido a plena luz, han tomado la dirección de todas las corrientes europeas en los dominios de la vida material y espiritual, individual y colectiva, y han determinado, fase por fase, lo que, en un sentido restringido, se tiene la costumbre de llamar «el mundo moderno». Desde entonces, el proceso se ha convertido en cada vez más rápido, decisivo, universal, tal como una temible marea mediante la cual toda huella de civilización diferente está manifiestamente destinada a ser arrastrada de forma que cierre un ciclo, complete una máscara y selle un destino.

Esto en lo que respecta al aspecto histórico. Pero este aspecto es completamente relativo. Si, como ya hemos indicado, todo lo que es «histórico» entra ya en lo «moderno», esta ascensión integral más allá del mundo moderno, que solo puede revelar su sentido, es esencialmente un ascenso más allá de los límites fijados en su mayor parte a la «historia». Es importante comprender que siguiendo tal dirección, no se encuentra nada susceptible de convertirse de nuevo en «historia». El hecho de que más allá de un cierto período la investigación positiva no haya podido reconstruir la historia, está lejos de ser accidental, es decir imputable solo a la incertidumbre de las fuentes y de los datos y a la falta de vestigios. Para comprender el ambiente espiritual propio a toda civilización no moderna, es preciso penetrarse de esta idea, a saber que la oposición entre los tiempos históricos y los tiempos llamados «prehistóricos» o «mitológicos», no es la oposición relativa propia a dos partes homogéneas de un mismo tiempo, sino que es cualitativa, y sustancial; es la oposición entre tiempos (experiencias del tiempo), que no son efectivamente de la misma naturaleza([3]). El hombre tradicional tenía una experiencia del tiempo diferente de la del hombre moderno: tenía una sensación supratemporal de la temporalidad y es en esta sensación que vivía cada forma de su mundo. También es fatal que las investigaciones modernas, en el sentido «histórico» del término, se encuentren, en un momento dado, en presencia de una serie interrumpida, reencuentren un hiato incomprensible más allá del cual no se puede construir nada históricamente «cierto» y significativo, más allá del cual no se puede contar más que sobre elementos exteriores fragmentarios y a menudo contradictorios‑ a menos que el método y la mentalidad no sufran una transformación fundamental.

En virtud de esta premisa, cuando oponemos al mundo moderno el mundo antiguo, o tradicional, esta oposición es al mismo tiempo ideal. El carácter de temporalidad y de «historicidad» no corresponde en efecto, esencialmente, más que a un solo de estos dos términos, mientras que el otro, aquel que alude al conjunto de las civilizaciones de tipo tradicional, se caracteriza por la sensación de lo que está más allá del tiempo, es decir por un contacto con la realidad metafísica que confiere a la experiencia del tiempo una forma muy diferente «mitológica», hecha de ritmo y de espacio, más que de tiempo cronológico. A título de residuos degenerados, huellas de esta forma cualitativamente diversa de la experiencia del tiempo subsisten aún en algunas poblaciones llamadas «primitivas» ([4]). Haber perdido este contacto, haberse disuelto en el espejismo de un puro y simple flujo, de una pura y simple «fuga adelante», de una tendencia que lleva cada vez más lejos su fin, de un proceso que no puede apaciguarse en ninguna posesión y que se consume en todo y por todo, en términos de «historia» y de «devenir», es una de las características fundamentales del mundo moderno, el límite que separa dos épocas, no solo desde el punto de vista histórico, sino también y sobre todo, en un sentido ideal, morfológico y metafísico.

Entonces, el hecho que las civilizaciones de tipo tradicional se sitúen en el pasado, en relación a la época actual, se vuelve accidental: el mundo moderno y el mundo tradicional pueden ser considerados como dos tipos universales, como dos categorías a priori de la civilización. Esta circunstancia accidental permite sim embargo afirmar con justicia que en todas partes donde se ha manifestado o se manifieste una civilización cuyo centro y sustancia sean el elemento temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de las mismas aptitudes, valores y fuerzas que determinan la época moderna, en la acepción histórica del término; y por todas partes donde se haya manifestado y se manifieste, por el contrario, una civilización cuyo centro y sustancia sea el elemento supra‑ temporal, nos encontraremos ante un resurgimiento, bajo una forma más o menos diferente, de los mismos significados, valores y fuerzas que determinaron los tipos preantiguos de civilización. Así se encuentra aclarado el sentido de lo que llamaríamos «dualismo de civilización» en relación con los términos empleados (moderno y tradicional) y esto debería bastar para prevenir todo equívoco respecto a nuestro «tradicionalismo». No «fue» una vez, sino «es» siempre([5]).

Nuestra referencia a formas, instituciones y conocimientos no modernos se justifican por el hecho que estas formas, instituciones y conocimientos son, por su naturaleza misma, símbolos más transparentes, aproximaciones más afinadas de las desembocaduras más felices de lo que es anterior al tiempo y a la historia, de lo que pertenece a ayer tanto como a mañana, y solo puede producir una renovación real, una «vida nueva» e inagotable en aquel que aun es capaz de recibirla. Solo quien ha llegado a elimitar todo temor y reconocer que el destino del mundo moderno no es en absoluto diferente ni más trágico que el acontecimiento sin importancia de una nube que se alza, toma forma y desaparece sin que el cielo libre pueda encontrarse alterado.

* * *

Tras haber indicado el objeto fundamental de esta obra, nos queda hablar brevemente del «método» que vamos a seguir en estas páginas.

Las notas que preceden bastan, ‑sin que sea necesario referirse a lo que expondremos llegado el momento, a propósito del origen, del alcance y el sentido del «saber» moderno‑ para comprender la mezquina estima que concedemos a todo lo que ha recibido en estos últimos tiempos, el certificado oficial de «ciencia histórica» en materia de religiones, instituciones y tradiciones antiguas. Declaramos que intentaremos permanecer al margen de este orden de cosas, como de todo lo que tiene su fuente en la mentalidad moderna y que el punto de vista llamado «científico» o «positivo», con sus diversas y vanas pretensiones de competencia y monopolio, lo consideramos, en el mejor de los casos, como el de la ignorancia. Decimos «en el mejor de los casos»: no negaremos ciertamente que gracias a los trabajos eruditos y laboriosos de los «especialistas» pueda llegar a la luz una materia bruta útil, a menudo necesaria para aquel que no posee otras fuentes de informacion o no tiene ni el tiempo ni el deseo de reunir y controlar él mismo los datos que le son necesarios en algunos dominios secundarios. Para nosotros permanece siempre claro que allí donde los métodos «históricos» y «cienfícos» de los modernos se aplican a las civilizaciones tradicionales bajo su aspecto más rudimentario de investigación de huellas y testimonios, todo se reduce en la mayor parte de los casos, a actos de violencia que destruyen el espíritu, limitan y deforman, colocan en vías sin salida de coartas creadas por los prejuicios de la mentalidad moderna, preocupada por defenderse y reafirmarse a sí misma por todas partes. Y esta obra de destrucción y alteración es raramente fortuita; procede, casi siempre, ‑aunque no sea más que indirectamente‑ de influencias oscuras y de sugestiones que los espíritus «cientificos» dada su mentalidad, son precisamente los primeros en no percibir.

En general, las cuestiones de las que nos ocuparemos son aquellas para las que los materiales que valen «histórica» y «científicamente» apenas cuentan; donde todo lo que, en tanto que mito, leyenda, saga, está desprovisto de verdad histórica y de fuerza demostrativa, adquiere por el contrario, por esta misma razón, una validez superior y se convierte en la fuente de un conocimiento más real y cierto. Allí se encuentra precisamente la frontera que separa la doctrina tradicional de la cultura profana. Esto no se aplica solamente a los tiempos antiguos, a las formas de una vida «mitológica», es decir supra‑histórica, como fue siempre en el fondo, la vida tradicional: mientras que desde el punto de vista de la «Ciencia» se concede valor al mito por lo que pudo ofrecer de historia, según nuestro punto de vista, al contrario, es preciso conceder valor a la historia en función de su contenido mítico, ya se trate de mitos propiamente dichos o de mitos que se insinúan en su trama, en tanto que reintegraciones de un «sentido» de la historia misma. Es así que la Roma de la leyenda nos hablará un lenguaje mucho más claro que la Roma temporal y las leyendas de Carlomagno nos harán comprender, mejor que las crónicas y los documentos positivos de la época, lo que significaba el rey de los francos.

Se conoce a este respecto, las anatemas «científicas»: ¡arbitrario! ¡subjetivo! ¡fantasioso! Desde nuestro punto de vista, no hay nada más «arbitrario», «subjetivo» y «fantasioso» que lo que los modernos entienden por «objetivo» y «científico». Todo esto no existe. Todo esto se encuentra fuera de la Tradición. La Tradición empieza allí donde, habiendo sido alcanzado un punto de vista supra‑individual y no‑humano, todo esto puede ser superado. En particular, de hecho, no existe mito, más que el que los modernos han construido en relación al mito, concibiéndolo como una creación de la naturaleza primitiva del hombre, y no como la forma propia de un contenido supra‑racional y supra‑histórico. Nos preocuparemos poco de discutir y «demostrar». Las verdades que pueden hacer comprender el mundo tradicional no son las que se «aprenden» y «discuten». Son o no son ([6]). Se las puede solo recordar y esto se produce cuando uno se ha liberado de los obstáculos que representan las diversas construcciones humanas, en primer lugar, los resultados y los métodos de los «investigadores» autorizados; cuando pues se ha suscitado la capacidad de ver desde este punto de vista no‑ humano, que es el mismo punto de vista tradicional.

Incluso si no se considera más que la materia bruta de los testimonios tradicionales, todos los métodos laboriosos, utilizados para la verificación de las fuentes, la cronología, la autenticidad, las superposiciones y las interpolaciones de los textos, para determinar la génesis «efectiva» de instituciones, creencias, acontecimientos, etc…, no son, en nuestro sentido, más adecuados que los criterios utilizados para el estudio del mundo mineral, cuando se les aplica al conocimento de un organismo viviente. Cada uno es ciertamente libre de considerar el aspecto mineral que existe también en un organismo superior. Paralelamente, se es libre de aplicar a la materia tradicional llegada hasta nosotros, la mentalidad profana moderna a la cual le ha sido dada no ver más que lo que es condicionado por el tiempo, la historia y el hombre. Pero, al igual que el elemento mineral en un organismo, este elemento empírico, en el conjunto de las realidades tradicionales, está subordinado a una ley superior. Todo lo que, en general, vale como «resultado científico», no vale aquí más que como indicación incierta y oscura de las vías ‑prácticamente de las causas ocasionales‑ a través de las cuales, en condiciones determinadas, pueden manifestarse y afirmarse, a pesar de todo, las verdades tradicionales.

Repitámoslo: en los tiempos antiguos, estas verdades han sido siempre comprendidas como siendo esencialmente verdades no humanas. Es la consideración de un punto de vista no humano, objetivo en el sentido trascendental, que es tradicional, y que se debe hacer corresponder con el mundo de la Tradición. Lo que es propio de este mundo, es la universalidad, y lo que le caracteriza, es el axioma quod ubique, quod ab omnibus et quod semper. En la noción misma de civilización tradicional está implícita una equivalencia ‑o homología‑ de sus diversas formas realizadas en el espacio y en el tiempo. Las correspondencías podrían no ser exteriormente visibes; podrá sorprender la diversidad de las numerosas expresiones posibles, pero sin embargo equivalentes: en algunos casos, las correspondencias serán respetadas en el espíritu, en otros, solo en la forma y en el nombre; en algunos casos, se encontrarán encarnaciones más completas, en otras, más fragmentarias; en ocasiones expresiones legendarias, en otras expresiones históricas, pero existe siempre algo constante y central para caracterizar un mundo único y un hombre único y para determinar una oposición idéntica respecto a todo lo que es moderno.

Quien, partiendo de una civilización tradicional particular, sabe integrarla liberándola del aspecto humano e histórico, de forma que refiera sus principios generadores al plano metafísico donde se encuentran, por así decirlo, en estado puro, puede reconocer estos mismos principios tras las expresiones diversas de otras civilizaciones igualmente tradicionales. Es así como nace un sentimiento de certidumbre y objetividad trascendente y universal, que nada podría destruir, y que no podría alcanzarse por ninguna otra vía.

En los desarrollos que seguirán, se hará referencia tanto a algunas tradiciones, como a otras, de Oriente y Occidente, eligiendo, en cada ocasión, las que ofrezcan la expresión más neta y completa de un mismo principio o fenómeno espiritual. Este método tiene tan poca relación con el eclecticismo del método comparativo de algunos «investigadores» modernos, como el método de paralage utilizado para determinar la posición exacta de un astro en medio de puntos señalizadores de estaciones diversamente distribuidas; o bien ‑para emplear la imagen de René Guenon ([7])‑ la elección, entre las diferentes lenguas que se conoce, la que expresa mejor un pensamiento determinado. Así, lo que llamamos «método tradicional» se caracteriza, en general, por un doble principio: ontológica y objetivamente, por el principio de la correspondencia que asegura una correlación funcional esencial entre elementos análogos, presentándolos como simples formas homólogas de un sentido central unitario; epistemológica y subjetivamente, por el empleo generalizado del Principio de inducción, que debe ser comprendido aquí como la aproximación discursiva de una intuición espiritual, en la cual se realiza la integración y unificación, en un sentido único y en un principio único, de los diversos elementos confrontados.

De esta forma buscaremos percibir el mundo de la Tradición como una unidad, es decir como un tipo universal, capaz de crear puntos de referencia y criterios de valor, diferentes de los que la mayor parte de los occidentales se han habituado pasiva y semi‑inconscientemente desde hace mucho tiempo; capaz también, por esto mismo, de colocar las bases de una revuelta eventual del espíritu ‑no polémica, sino real, positiva‑ contra el mundo moderno.

A este respecto, no nos dirigimos más que a los que, ante la acusación previsible de ser utopistas anacrónicos, ignoran la «realidad de la historia», saben permanecer impasibles comprendiendo que, a partir de ahora, no hay nada que decir a los apologistas de lo «concreto»: «deteneros» o «volver» o «alzada la cabeza», sino más bien: «avanzad cada vez más rápidos sobre la pendiente siempre más inclinada, quemad etapas, romped todos los diques. Ninguna cadena os ciñe. Coged los laureles de todas vuestras conquistas. Corred con las alas cada vez más rápidas, con un orgullo cada vez más hinchado por vuestras victorias, por vuestras «superaciones», por vuestros imperios y democracias. La fosa debe ser colmada y se tiene necesidad de estiercol para el nuevo árbol que, de forma fulminante, surgirá de vuestro fin» ([8]).

* * *

En esta obra, deberemos limitarnos a dar, sobre todo, principios directores, cuyas aplicaciones y desarrollo adecuado exigirían quizás otros tantos volúmenes como capítulos tiene esta obra: no indicaremos pues más que los elementos esenciales. Aquel que desee puede adoptarlos como base para ordenar y profundizar ulteriormente, desde el punto de vista tradicional, la materia de cada terreno estudiado, dándole una extensión y un desarrollo incompatibles con la economía de esta obra.

En una primera parte, expondremos una especie de doctrina de las categorías del espíritu tradicional: indicaremos los principos fundamentales según los cuales se manifestaba la vida del hombre tradicional. El término «categoría» es empleado aquí en el sentido de principio normativo a priori. Las formas y los significados de que se trata no deben ser considerados como siendo, o habiendo sido, efectivamente una «realidad», sino como ideas que deben determinar y dar forma a la realidad, a la vida, y cuyo valor es independiente de su grado de «realización», el cual, por otra parte, jamás sería perfecto. Esto elimina el malentendido y la objeción consistente en pretender que la realidad histórica no justifica en absoluto las formas y los significados de los que tendremos que hablar. Puede eventualmente admitirse esto, sin concluir, por tanto, que, a este respecto, todo se reduce a ficciones, utopías, «idealizaciones» o ilusiones. Las formas principales de la vida tradicional, en tanto que «categorías», tienen la misma dignidad que los principios éticos: válidos en sí mismos, exigen solo ser reconocidos y queridos; exigen que el hombre les sea interiormente fiel y se sirva de ellos como medida, para él mismo y para la vida, tal como hizo siempre el hombre tradicional. Por lo que, el aspecto «historia» y «realidad» tiene aquí un simple alcance ilustrativo y evocador fundado sobre ejemplos y evocador de valores que, desde este punto de vista, igualmente, pueden ser, hoy, o mañana, tan actuales, como lo pudieron ser ayer.

El elemento histórico no entrará en consideración más que en la segunda parte de esta obra donde serán examinados la génesis del mundo moderno y los procesos que, durante los tiempos históricos, han conducido hasta él. Pero el hecho de que el punto de referencia sea siempre el mundo tradicional en su cualidad de realidad simbólica, supra‑histórica y normativa y que el método consista, igualmente, en investigar lo que tuvo y tiene una acción más allá de las dos dimensiones de superficie de los fenómenos históricos, hará que nos encontremos, hablando con propiedad, en presencia de una metafísica de la historia.

Con estos dos planos de investigación, pensamos poner suficientes elementos a disposición de aquel que, hoy o mañana, es o sea aun capaz de despertar.

NOTAS

([1]) Decimos: «Entre los modernos», pues, como se verá, la idea de un declive, de un alejamiento progresivo de una vida más alta y la sensación de la venida de tiempos aun más duros para las futuras razas humanas, eran temas bien conocidos en la Antigüedad tradicional.

([2]) R. GUENON, La crise du monde moderne, París, 1927, pag. 21 y sigs.

([3]) Cf. F. W. SCHELLING, Einleitung in die Philos der Mythologie, S. W., ed. 1846, sec. II, vol. I, pag. 233‑235.

([4]) Cf. HUBERT‑MAUSS, Mélanges d’Histoire des Religions, París, 1929 pag. 1894y sig. Para el sentido sagrado y cualitativo del tiempo, cf. esta obra, I, par. 19.

([5]) SALUSTIO,. De Diis et mundo, IV.

([6]) Más adelante, se verá quizàs más claramente la verdad de estas palabras de LAO‑TSE (Tao‑te‑king, LXXXI): «El hombre que tiene la Virtud no discute; el hombre que discute no tiene la Virtud», y así mismo, las expresiones tradicionales arias a propósito de los textos que «no puede haber sido hechos por los mortales y que no son susceptibles de ser medidos por la razón humana» (Manavadharmashastra, XII, 94). En la misma obra (XII, 96) se añade: «Todos los libros que no tienen la Tradición como base han salido de la mano del hombre y perecerán: este origen demuestra que son inútiles y mentirosos».

([7]) R. GUENON, Le symbolisme de la Croix, París, 1931, pag. 10.

([8]) G. DI GIORGIO («Zero»), en Crollano le torri «La Torre», nº 1, 1930.

Fuente: Biblioteca Evoliana

Conversación sin complejos con el «Último Gibelino»: Julius Evola.

Posted in Autores, Julius Evola, Sabiduría Universal by paginatransversal on 1 octubre, 2009

entrevista de Enrico de Boccard.

La Página Transversal recoge este texto, publicado en su día por la ya desaparecida, pero siempre recomendable revista de Fernando Márquez, El Zurdo, «El Corazón del Bosque», en su número doble 16/17 (Otoño 97 – Invierno 98), por su indudable interés. Cuestiones tales como: sexo, psicoanálisis, satanismo, contestación y otras, tratadas desde la particular cosmovisión de Julius Evola (1898-1974).

La presente entrevista, rescatada por nuestro colaborador Gianni Donaudi (que también nos ha facilitado unos datos de introducción), se publicó en la revista erótico/intelectual «PLAYMEN» en enero del 70. «PLAYMEN» era propiedad de la edirtora Adelina Tattilo, políticamente cercana al PSI/PSU, quien, apoyándose en el radicalizante Attilio Battistini como director de la publicación, buscó (al menos en el plano cultural) dar amplio espacio a autores de muy diferente tendencia política e ideológica.

Eran los años de la contestación y, tras el espontaneísmo inicial del 68, donde los enemigos principales eran el capitalismo, el consumismo (según la definición de Marcuse y Fromm) y el dominio americano sobre el planeta, se llegó, a través de infiltrados demoliberales (a veces situados por los mismos americanos) a reducir la lucha contestataria en términos exclusivamente «antifascistas», colocando el anticapitalismo en un segundo plano (como lúcidamente analizaban las publicaciones de signo internacionalista y bordiguista). Una estrategia que dura hasta hoy, sobre todo gracias a la obra de la izquierda chic, virtual, políticamente correcta.

A pesar de esto, Adelina Tattilo, en coherencia con su radicalismo extremo, no sólo aceptó la entrevista con Evola sino que se enorgullecía de la misma, por protagonirala alguien que sabía escribir, sin importar su procedencia.

El periodista que entrevistó a Evola fue Enrico de Boccard (1921-1981)quien, también para «PLAYMEN», había escrito una hermosa semblanza sobre Céline. Boccard era un ex-oficial de la Guardia Nacional Republicana (de Saló) y fue autor del libro, en parte autobiográfico, Donne e mitra (reeditado recientemente con el título Le donne non ci vogliono piu bene. Por cierto,Boccard no fue el único vinculado a la República Social Italiana que colaboró con «PLAYMEN». También lo hicieron Giose Rimanelli, autor de Tiro al piccione (obra adaptada al cine en el 61 por el director filosocialista Giuliano Montaldo -autor, entre otros films, de Sacco e Vanzetti y Giordano Bruno-), que en la postguerra se acercaría a los comunistas y más tarde involucionaría a la derecha; y Mario Gandini, autor de La caduta di Varsavia (obra sobre sus recuerdos de guerra en el Este y la RSI).

Por razones de espacio, hemos seleccionado los fragmentos que consideramos más interesantes y válidos según la perspectiva corazonesca, y como toque metalingüístico quasi felliniano (habida cuenta de buena parte de la temática de la entrevista), resulta procedente señalar la publicidad que la acompañaba: un vibrador («novitá della Svezia» en dos modelos -con una y dos velocidades-), un catálogo ilustrado de productos estimulantes (escribir a la empresa sueca «Ekberg Int.») y unos potingues vigorizantes (incluido el, por entonces, mítico Gerovital de la doctora rumana Aslan, así como polen -también «della Svezia»- ideal para… los males de próstata-).

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En el último piso de un viejo edificio del centro de Roma vive su intensa jornada uno de los últimos hombres verdaderamente libres en un tiempo en que la libertad se ha convertido en un lujo que se paga cada día, personal y colectivamente, siempre más caro. Este hombre, que ha sobrepasado no hace mucho los setenta años de una existencia riquísima en experiencias intelectuales, artísticas y personales, marcado contsantemente por el signo del más declarado y valeroso anticonformismo, tiene un nombre de resonancia mundial, pese a que la llamada «cultura oficial» italiana, tanto en el Ventennio fascista como después, siempre ha procurado por todos los medios de sofocarlo con una impenetrable cortina de silencio. Este hombre es el filósofo y escritor Julius Evola, autor de unos treinta libros nada superfluos, «revolucionario conservador» por temperamento y por trayectoria. Julius Evola: un aristócrata del espíritu más que de la sangre, que gusta definirse a sí mismo como «el Último Gibelino».

Pregunta – Es bien conocido que usted concede raramente entrevistas y le agradecemos, en nombre de nuestros lectores, por el privilegio gentilmente concedido. Por otra parte, usted es un escritor, un estudioso dotado de tal doctrina y preparación, y con tal bagaje de experiencias que nos encontramos un poco embarazados en el momento de plantearle preguntas, las cuales son tantas en nuestra mente como vasto es el campo de sus intereses (metafísica, crítica de la política, historia de las religiones, orentalismo, etc.). Trataremos de restringirnos a los argumentos que consideramos puedan interesar más a los lectores de la revista o que presenten un carácter de actualidad. Empecemos con una obra, recientemente reeditada (y también con dos ediciones francesas y otra alemana), sistemática y sugestiva, Metafísica del sexo (hay edición en castellano). Usted precisa, a propósito del título, haber usado el término «metafísica» en un doble sentido. ¿Puede aclararnos esto?
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Respuesta – El primer sentido es el corriente en filosofía, donde por metafísica se entiende una búsqueda de los principios o significados últimos. Una metafísica del sexo será, por tanto, el estudio de lo que, desde un punto de vista absoluto, significa el eros y la atracción de los sexos. En segundo lugar, por metafísica se puede entender una exploración en el campo de lo que no es físico, de lo que está más allá de lo físico. Es unpunto esencial de mi búsqueda el sacar a la luz lo que el eros y la experiencia del sexo supone de trascendencia de los aspectos físicos, carnales, biológicos y también pasionales o convencionalmente sentimentales o "ideales" del amor. Esta dimensión más profunda fue considerada en otro tiempo, en múltiples tradiciones, y constituye el presupuesto para un posible uso "sacro", místico, mágico y evocatorio del sexo; pero ello también influye en muchos actos del amor profano, revelándose a través de una variedad de signos que yo he tratado de individuar sistemáticamente. En mi libro señalo también cómo hoy, en una inversió quasidemoníaca, cierto psicoanálisis resalta una primordialidad infrapersonal del sexo, y opongo a esta primordialidad otra, de carácter "metafísico" o trascendente, pero no por esto menos real y elemental, de la que la anterior sería la degradación propia de un tipo humano inferior.

P – Usted también ha afrontado el problema del sexo sobre el terreno de la costumbre y de la ética, y siempre de manera anticonformista. ¿Qué piensa, por tanto, de lo que hoy se denomina "revolución sexual"?

R – A mí, qué cosa significa esta "revolución" no lo veo nada claro. Parece que se busca la absoluta libertad sexual, la completa superación de toda represión social sexófoba y de toda inhibición interna. Pero aquí hay un gravísimo malentendido, debido a las instancias llamadas "democráticas". Una libertad semejante no puede reivindicarse para todos: solamente pocos se la pueden permitir, no por privilegio sino porque, para no ser destructiva, hace falta una personalidad bien formada. En particular, el problema debe ser situado en modo distinto para el hombre y para la mujer, insisto, no por prejuicio sino por el distinto significado que la experiencia erótica, la auténtica e intensa, tiene para la mujer. Justamente Nietzsche había indicado que la "corrupción" (aquí, la "libertad sexual") puede ser un argumento sólo para quien no puede permitírsela, por ejemplo, para quienes no pueden hacer suyo el principio de querer sólo las cosas a las cuales también son capaces de renunciar.

La "revolución sexual" en clave democrática comporta, pues, una consecuencia gravísima, hacer del sexo una especie de género corriente, de consumo de masas, lo que significa necesariamente banalizarlo, superficializarlo, acabando en un insípido "naturalismo". En otro libro mío, "L´Arco e la Clava» («El Arco y la Clava«, existe traducción al castellano), he mostrado cómo las nuevas reivindicaciones sexuales son paralelas a una concepción siempre más primitiva de la sensualidad por parte de sus principales teóricos, a partir de Reich. Un caso particular es la falta de pudor femenina, vinculada con similares propuestas antirepresivas. A fuerza de ver mujeres desnudas o casi en espectáculos teatrales y cinematográficos, en locales porno, en top-less, etc, este desnudo acaba por convertirse en una banalidad que poco a poco dejará de producir efecto, al margen de los directamente dictados por el primitivo impulso biológico. Este impudor debería ser despreciado no desde el punto de vista de la «virtud» sino del exactamente opuesto. Por ese camino se puede llegar a un resultado de «naturalidad» e indiferencia sexual mucho mayor al soñado por cualquier sociedad puritana. (…)

P – De su exposición, parece que su juicio sobre el psicoanálisis sea negativo (…)

R – Evidentemente que no puedo profundizar exhaustivamente en esta argumentación. Pero sí señalaré que ante todo ha de relativizarse la idea de que el psicoanálisis descubre por vez primera la dimensión subterránea del Yo, el subconsciente y el inconsciente psíquico. Ya antes de Freud la psicología occidental, conectada con la fenomenología de la hipnosis y del histerismo, había prestado atención sobre este «subsuelo» del alma. Bastante más profundamente, y en muy diversa amplitud, ello estaba considerado en Oriente desde siglos, gracias al Yoga y técnicas análogas. El psicoanálisis puede ser una psicoterapia, y ofrecer resultados singulares en un plano clínico especializado. Pero no más: en su esncia es una concepción absolutamente desviada y mutilada del ser humano. Al colocar la verdadera fuerza motriz del hombre sobre el plano del inconsciente infrapersonal e instintivo, Freud concretamente bajo el signo de la libido, niega la existencia de un superior principio consciente, autónomo y soberano, porque en su lugar pone cualquier cosa del exterior, el llamado SuperYo, que sería una construcción social y el producto de la asunción de formas inhibitorias creadas por el ambiente o las estructuras sociales. Ello equivale a decir que el psicoanálisis niega en el hombre lo que lo hace verdaderamente tal, y su imagen, la cual querría aplicar al hombre de manera genérica, o es una mixtificación o vale únicamente para un tipo humano dividido, neurótico, espiritualmente inconsistente. Es bien posible que el éxito del psicoanálisis sea debido a la gran difusión que en la época moderna ha tenido este tipo. Como praxis y como tendencia, el psicoanálisis propicia esencialmente aperturas hacia abajo y significa una capitulación más o menos explícita de todo lo que es verdadera personalidad. La posible existencia de un «superconsciente», opuesto al «inconsciente», luminoso frente a lo turbio y «elemental» es ignorada por completo. (…)

P – Ha mencionado antes a Wilhelm Reich. Queremos conocer su opinión sobre su persona y su obra. ¿Reich le parece un estudioso serio o un exaltado? ¿Y qué piensa de las aplicaciones de los principios de él y de sus seguidores en el plano sociológico y político/sociológico, de sus denuncias de los sistemas «autoritarios»?

R – Reich me parece afectado por una variedad de paranoia. Su mérito es haber intuido que en el sexo existe algo trascendente, más allá de lo individual. Ello concuerda con las enseñanzas de múltiples tradiciones. pero esta intuición está muy desviada. No debe decirse que el sexo es algo trascendente, sino que en ello se manifiesta (potencialmente y en ciertas circunstancias, incluso hoy día) algo trascendente, que como tal no pertenece al plano físico. Este elemento Reich lo concibe en términos materialistas como una energía natural, como la electricidad o algo así, al punto que, como «energía orgónica», ha buscado dotarla (gastando verdaderos capitales) de sustancia física, construyendo finalmente «condensadores» de la misma. Todo esto no son sino divagaciones. A lo que hemos de añadir una «teoría de la salvación», en cuanto que Reich ve en la obstrucción de dicha energía la cuas de todos los males, individuales y sociales (hasta el mismo cáncer) y, en su completa y desenfrenada explicación, el orgasmo sexual integral como una especie de medicina universal, presupuesto para un orden social sin tensiones, armonioso, pacífico.

Es interesante detenernos un momento sobre el presupuesto de esta concepción, porque así podremos comprender las aplicaciones político/sociales de los reichianos. Freud en su madurez había admitido la existencia, junto al impulso de placer, la libido, de un opuesto, el instinto de destrucción (o «de muerte»). Reich niega esta dualidad y deduce el segundo instinto, el destructivo, del impulso único de placer. Cuando este instinto resulta impedido o «bloqueado», nacería una tensión, una angustia y sobre todo una especie de «rabia», de furia destructiva (en caso de no tomar la vía del «principio del nirvana»: una evasión, una fuga de la vida). Este impulso destructivo (y agresivo) cuando se vuelve contra sí, da al hombre la orientación masoquista, y cuando se dirige a los otros, al orientación sádica.

De todo ello resulta en primer lugar que sadismo y masoquismo serían fenómenos patológicos, causados por la represión sexual. Lo que es una estupidez: existen ciertamente formas de sadismo y masoquismo vinculadas a la psicopatología sexual (según el concepto normal, no ya psicoanalítico), pero también existe un sadismo (masculino) y un masoquismo (femenino) como elementos constitucionales intrínsecos y en un cierto modo normales en toda experiencia erótica intensa. De hecho, esta experiencia tiene siempre algo de destructivo y autodestructivo (por las relaciones, múltiplemente demostradas, entre voluntad y muerte, entre la divinidad del amor y la divinidad de la muerte); y es en este aspecto que se piensa cuando, en ciertas escuelas, se cree que el clímax adecuadamente conducido puede tener, en su momento «fulgurante», algo que destruye por un momento los límites de la conciencia mortal individual. Pues bien, con la concepción de Reich, toda esta intensidad desaparece, y la consecuencia es una concepción pálida, blandamente dionisíaca, o idílica (como en Marcuse) de la sexualidad: es una de las paradojas de la llamada «revolución sexual».

No menos absurda es, en particular, la deducción de la agresividad por la inhibición del impulso primordial del sexo a cristalizar en un orgasmo completo, según la cual, cuando la obstrucción remite (en el individuo o en una sociedad «permisiva» y no «represiva» o «patriarcal») no habrá más agresividad, guerra, violencia, etc; lo que viene al mismo tiempo a decir que todo lo que hace referencia a actitudes guerreras, de conquista (en la jerga moderna, de «agresión») tendrñia la represión sexual por causa y origen. Ante esto, sólo puedo reír. La actitud agresiva es en primer lugar comprobada en los animales, evidentemente no sometidos a tabúes sexófobos y «patriarcales». En segundo lugar ya el mito ha indicado el perfecto acuerdo entre Marte y Venus, y la historia nos muestra como todos los más grandes conquistadores carecían de complejos de frustración sexual y hacían un libre y amplío uso del sexo. En la práctica, la consecuencia de la teoría de Reich es un ataque contra elementos fundamentales congénitos en todo tipo «viril» de humanidad o ser humano, que son presentados grotescamente en clave de patología sexual.

En cuanto a las conclusiones político/sociales. Proyectada sobre ese plano, la tendencia masoquista daría lugar al tipo del gregario, de aquel que gusta de servir y obedecer, que se pone al servicio de un jefe, con o sin «culto a la personalidad», y está siempre dispuesto a sacrificarse. La tendencia sádica daría lugar al tipo del dominador, de quien ejercita una autoridad, autoridad evidentemente concebida en los exclusivos términos parasexuales de una libido. De la unión de estas dos tendencias nacerían las estructuras «autoritarias» y «fascistas». Una vez más, se deforman grotescamente los datos reales de la conciencia. Del obedecer y del mandar pueden darse desviaciones. Pero, en general, se trata de disposiciones normales: existe una autoridad que tiene por contrapartida una superioridad, como existe una obediencia debida no a un servilismo masoquista sino al orgullo de seguir libremente a gentes a quienes se reconoce una superioridad. Así, mientras por un parte Reich proclama una mística mesiánica del abandono integral al orgasmo, al mismo tiempo ello actúa como preciosas coartadas para un puro anarquismo.

P – En relación con el asesinato de la actriz Sharon Tate y otros se ha hablado de «satanismo» y en los periódicos hoy se insiste en buscar conexiones entre sexo, magia y satanismo. ¿Nos puede aclarar esto?

R – En principio, existen conexiones posibles entre magia y sexo. Considerando la dimensión «trascendente» del sexo, a la que ya me he referido, se recoge en diversas tradiciones que por medio de la unión sexual conducida de determinado modo y con una orientación particular es posible destilar energías y usarlas mágicamente. La continuidad de estas tradiciones hasta un tiempo relativamente reciente es testimoniada, entre otros, en un libro, Magia sexualis de P. B. Randolph. Un ejemplo ulterior lo constituyen las prácticas mágico/sexuales y orgiásticas de Aleister Crowley, figura interesante que, por desgracia, se suele presentar con los colores más «negros» posibles. Pero en este campo se debe distinguir entre las mixtificaciones y lo que tiene un valor auténtico y una realidad. Ante todo ha de verse, por ejemplo, si se hace el amor para hacer magia o si se hace magia (o pseudomagia) para hacer el amor, o sea, si se usa la magia como un pretexto para montar orgías o para darle al acto un aire más excitante. Es cierto también que existe una tercera posibilidad, la de usar medios siríamos «secretos» con el concurso de fuerzas suprasensibles para dar un particular desarrollo paroxístico a la experiencia del coito, sin forzar por ello la naturaleza: esta vía es algo extremadamente peligroso, por razones que no viene al caso indicar ahora.

En cuanto al «satanismo» señalaré que donde predomina un clima «sexófobo» (como en el cristianismo) es fácil calificar de «diabólico» todo lo que suponga potenciar la experiencia sexual. Más genéricamente, es obvio que un «satán» existe sólo en las religiones donde ello es la contraparte «oscura» de un Dios con características «morales»; cuando como vértice del universo, en vez de Dios, se pone una «Potestad» como tal superior y más allá del bien y del mal, evidentemente un «Satán» a la cristiana no es concebible. Hay lugar sólo para la idea de una fuerza cósmica destructora, presente en el mundo y en la vida, en lo sensible y lo suprasensible, al lado de las fuerzas creadoras y conservadoras, como la «otra mitad» del Absoluto. Y existen tradicones sacras -la más característica es la tántrico/shivaica- que tienen por objeto asumir esa fuerza, diversamente concebida. Característica es la llamada «Vía de la Mano Izquierda», donde, por ejemplo, el uso de la mujer, de sustancias embriagadoras y eventualmente de la orgía, se asocia a una moral del «más allá del bien y del mal» que haría palidecer de envidia al «superhombre» Nietzsche. De dicha vía, que algunos timoratos occidentales han calificado como la «peor de las magias negras» he hablado en mi libro Lo Yoga della Potenza. Pero el punto importante es que en sus formas auténticas tales prácticas están concebidas en los mismos términos del Yoga, y no son elementos disociados, como los hippies americanos, quienes pueden permitírselas. Volvemos aquí, pero aumentadas, a poner las mismas reservas que he hecho acerca de la «revolución sexual» y sus reivindicaciones. En las tradiciones la base para darse a estas prácticas está constituida por una disciplina de autodominio profundo similar a la de los ascetas, tras una regular «iniciación».

P – Pasando a un campo distinto pero en parte relacionado, me llama la atención cómo en algunos libros históricos o pseudohistóricos sobre el III Reich hitleriano se habla de un fondo oculto, mágico/tenebroso, del nacionalsocialismo alemán. ¿Puede decime brevemente qué le parece este argumento?

R – Para quien busque los supuestos trasfondos «ocultos» del III Reich, el argumento me llevaría más allá de los límites en los cuales estoy manteniendo esta entrevista. Me limitaré a decir que, como persona que ha tenido oportunidad de conocer bastante de cerca la situación del III Reich, puedo declarar que se trata de puras fantasías, y así se lo dije a Louis Pauwels, quien en su libro El retorno de los brujos ha contribuido a defender tales rumores; él vino una vez a conocerme, hablamos y en ningún momento me presentó dato alguno mínimamente serio que apoyase su tesis. Se puede hablar no de «iniciático» sino de «demoniaco», en un sentido general, en el caso de todo movimiento que en base a una fanatización de las masas creer cualquier cosa cuyo centro será el jefe demagógico que produce esta especie de hipnosis colectiva usando tal o cual mito. Dicho fenómeno no está relacionado con lo «mágico» o con lo «oculto», aunque tenga un fondo tenebroso. Es un fenómeno recurrente en la Historia, por ejemplo, la Revolución Francesa o (en parte) el maoísmo.

P – Usted es autor de una obra considerada como fundamental por cuantos siguen atentamente su actividad, Revuelta contra el mundo moderno. Se afirma por muchos que usted, con este libro (publicado por vez primera en 1934), anticipó en varios lustros las visiones, hoy tan en boga, expresadas por Marcuse. En otras palabras, desde posiciones absolutamente distintas a la del profesor germano/americano, usted habría sido el primero en tomar postura contra «el sistema». ¿Le parece válida esta comparación con Marcuse? Y, de otra parte, ¿dado el papel que Marcuse tiene en las actuales formas de «contestación» juvenil contra el mundo moderno, qué significado y qué imagen tiene para usted este movimiento contestatario?

R – En verdad, como precedentes de Marcuse, y planteando cosas bastante más interesantes, muchos otros autores deberían ser nombrados: un Tocqueville, un John Stuart Mill, un A. Siegfried, el mismo Donoso Cortés, en parte Ortega y Gasset, sobre todo Nietzsche, y aún más el insigne escritor tradicionalista francés René Guenón, especialmente en su Crisis del mundo moderno que yo traduje al italiano en su momento. A finales del siglo pasado Nietzsche había previsto uno de los rasgos destacados de las tesis de Marcuse, con las breves, incisivas frases dedicadas al «último hombre»: «próximo está el tiempo del más despreciable de los hombres, que no sabe más que despreciarse a sí mismo», «el último hombre de la raza pululante y tenaz», «nosotros hemos inventado la felicidad, dicen, satisfechos, los últimos hombres», que han abandonado «la región donde la vida es dura». Y esta es la esencia de la «civilización de masas, del consumo y del bienestar» pero también la única que el mismo Marcuse ve como perspectiva en términos positivos, cuando los desarrollos ulteriores de la técnica unidos a una cultura de transposición y sublimación de los instintos habrán sustraído a los hombres de los «condicionamientos» del actual sistema y de su «principio de prestación». La relación con mi libro no es tal porque, en primer lugar, el contenido de éste no corresponde con el título: no es mi obra de naturaleza polémica, sino una «morfología de la civilización», una interpretación general de la Historia en términos no «progresistas», de evolución, sino más bien de involución, indicando sobre estas premisas el nacimiento y el declive del mundo moderno. Sólo por caminos naturales y consecuentes se propone una «revuelta» a los lectores y, más concretamente, tras un estudio comparado de las más diversas civilizaciones, he procurado indicar lo que en diversos dominios de la existencia puede reivindicar un carácter de norma en sentido ascendente: el Estado, la ley, la acción, la concepción de la vida y de la muerte, lo sagrado, las relaciones sociales, la ética, el sexo, la guerra, etc. Esta es la primera diferencia fundamental respecto a las diversas contestaciones de hoy: no se limita a decir «no», sino que indica en nombre de qué debe decirse «no», aquello que puede verdaderamente justificar el «no». Y un «no» auténticamente radical, que no se restrinja a los aspectos últimos del mundo moderno, a la «sociedad de consumo», a la tecnocracia y demás, sino mucho más profundo, denunciando las causas, considerando los procesos que han ejercido desde hace tanto tiempo una acción destructiva sobre todos los valores, ideales y formas de organización superior de la existencia. Todo esto ni Marcuse ni los «contestatarios» en general lo han hecho: no tienen la capacidad ni el coraje. En particular, la sociología de Marcuse es absolutamente rechazable, determinada por un grosero freudismo con tonalidades reichianas. Así, no resulta extraño que sean tan escuálidos e insípidos los ideales que se proponen para la sociedad que siga a la «contestación» y a la superación del llamado «sistema».

Naturalmente, quien comprenda el orden de ideas expuesto en mi libro no puede permitirse el menor optimismo. Por ahora encuentro solamente posible una acción de defensa individual interior. Es así que en otro libro mío, Cabalgar el tigre, he procurado señalar las orientaciones existenciales que debería seguir un tipo humano diferenciado en una época de disolución como la actual. En él, he dado particular relieve al principo de la «conversión del veneno en medicina», según la medida en que, a partir de una cierta orientación interior, de experiencias y procesos mayormente destructivos se puede extraer cierta forma de liberación y autosuperación. Es una vía peligrosa pero posible. (…)

(entrevista: Enrico de Boccard)
(traducción: Fernando Márquez. Página «Linea de Sombra»)

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Nota de la Página Transversal:
Existen traducciones al castellano de todas las obras mencionadas en el texto.
Evola, Julius. Metafísica del sexo. Col. Sophia Perennis. José J. de Olañeta, Editor. Palma de Mallorca, 1997.
El arco y la clava. Ediciones Heracles, Buenos Aires, 1999.
El yoga tántrico. Un camino para la realización del cuerpo y el espíritu. Madrid, Edaf, 1991.
Rebelión contra el mundo moderno. Ediciones Heracles, Buenos Aires, 1994.
Cabalgar el tigre. Ediciones Heracles, Buenos Aires, Buenos Aires, 1999.
Guenon, René. La crisis del mundo moderno. Ed. Obelisco, Barcelona, 1987
Pauwels, Louis; Bergier, Jacques. El retorno de los brujos. Plaza & Janés, Barcelona, 1971.